Seguro que os ha ocurrido. Conocer a alguien y preguntarte ¿y qué hacía yo en mi vida antes de encontrarme contigo? ¿Por qué levantarme tras la enésima caída, por qué luchar por lo que parece perdido, dónde mirar cuando todo está oscuro? El ser humano es tan curioso que, de nacer solo solo moriría, sin haber echado de menos a nadie pero basta topar con alguien y hacerlo imprescindible en tu vida para que la soledad se cebe contigo sin su compañía. Claro que esto no ocurre con todas las personas que nos cruzamos. De hecho, a largo plazo, sólo unos pocos permanecen quizá no en nuestras vidas, pero sí en nuestra memoria. Ya sabéis, ese tipo de amigos que pasan días, meses y años y que apenas sabes de ellos –lo cual es más que difícil en pleno siglo XXI y vorágine de las Redes Sociales- pero que nunca pasan a la condición de conocidos; siempre son amigos. Prueba de ello son los reencuentros; a los cinco minutos da la impresión de que estáis diariamente de cháchara, experimentando y compartiendo la vida juntos. Quizá sea así.
Quizá, aunque ellos no lo sepan y nosotros no se lo hagamos saber –ya nos vale-, en muchos momentos a lo largo de un solo día los recordemos más de lo que imaginamos, ya sea de manera explícita o implícita, como por ejemplo me ocurre a mí cada vez que tiro de una cuchara de madera para mover la pasta en la cacerola. Donde otros sólo ven una cuchara o madera, yo veo uno de tantos y divertidos días de Erasmus en los que la dichosa cucharita estuvo en cualquier sitio menos en la sopa, viajando de un lado a otro, siendo juez y parte de cuanto allí acaeció. Si la preguntáis, os podría hablar de un ganso de casi dos metros practicando ventriloquia con su amiga algo más… ajustada de tamaño. Seguramente si la cuchara tuviera uso de razón recordaría más que nosotros, empeñados en pasar página a muchas etapas y luego no reencontrarnos con sus protagonistas hasta bien pasado el tiempo. Por ello, os invito a que cuidéis aquello –aquellos- que merecen ser cuidados; que sean sus andanzas las que os traigan de cabeza, para bien o para mal, y su voz la que os arrebate cinco o diez minutos de vuestro tiempo, en lugar del escaparate de turno o una partida al FIFA.
Porque tú eres quien construye tu vida, pero son ellos los que ponen ladrillos y cemento para hacer la casa en la que vivirás aquella vida con la que siempre has soñado. Merecen ser cuidados y recordados, y sería todo un detalle evocarlos más allá de lo que haría una cuchara de madera. Por eso, queridas Alejandra y Bea, me pedís que escriba la crónica de un reencuentro, mas me niego a ello por miedo a que se convierta precisamente en eso, en una página más olvidada en la memoria de nuestras vidas. Tomémoslo como aquel primer encuentro –cómo no, de farra- en el que, al menos un servidor, jamás imaginó cuánto darían de sí esos primeros minutos documentados fotográficamente en mitad de una fiesta romano-andaluza. Démonos cuenta de que si con Roma non basta una vita menos aún con los grandes amigos, y veámonos con mayor frecuencia. Tranquilas que ni siquiera rozaremos el empacho, pues bien es sabido que a los buenos amigos nunca se los ve de más, mas siempre se los echa de menos.
Os quiere mucho más de corazón que de palabra,
Jesús Clemente Rubio